Las camelias

Ha llegado la noche de brujas, como todas las noches desde hace unos meses, para traer mis miedos a mi vera, para que los vele y los ampare de este mundo cruel que intenta desvanecerlos.

Con mi túnica roída por los años, vieja y sucia hasta el punto de que no recuerdo ni atisbo su color, me adentro en el páramo lleno de niebla. Vuelvo a sentir en esta noche una vez más el frío del terreno empapado por la lluvia que no ha cesado durante estos días, aunque aparentemente todo haya sido un sol brillante y un cielo espectacular que regalar.
Me acaricia la planta de los pies cada brizna de este césped, que muere a mi paso para hacerse más oscuro, más seco, más frío aún. Se enredan en mis harapos todas esas flores ahora mustias, sin vida alguna, que antes representaban mis sueños y mis esperanzas. Me acompañan las arañas y algún que otro insecto en el camino, como en un intento de burlarse de mi, como en una bella alegoría de que he llegado al más profundo rincón de todo cuanto conozco y siento.

Tras atravesar el páramo, el cual se hace interminable en los días donde el calor no tiene piedad, llego a la verja desvencijada que me he jurado mil veces que arreglaría. Será que no me quedan fuerzas, ni ganas. Será que me da igual quién la traspase porque no hay nada más que puedan destruir, ya todo es cenizas y escombros, nada de valor que saquear en esta villa en un rincón de mi alma.
Ante mi, un palacio fastuoso de piedra lúgubre se alza, pesaroso y con aires de grandeza de tiempos muy pasados me juzga desde su posición altiva. Nunca conseguiré entender por qué lo hice así, por qué le di el derecho a guardar todos mis miedos y tomar el control en las noches de insomnio y las horas de dolor punzante más allá de mi estómago.
Y aún así, entro por esa puerta que pesa tanto como los años que cargo, que no son muchos, pero que me han colmado la paciencia. Un tenue luz atraviesa el recibidor empolvado, lleno de terciopelos rojos que cubrían esa bella escalera de oro, en la que tiempo atrás corría la pasión y los bailes alocados. Los cuadros se amontonan sin ton ni son en las esquinas y mis baúles aún siguen sin vaciar. Será aún me resisto a que esta sea mi morada, o quizás me dé ya un poco igual que ese vestido negro no se arrugue, porque nadie me quiere volver a desnudar de él. Será que he dejado un poco los brazos caer.
 Recorro la escalera y cada una de las estancias que me hacen recordar, algunas me llevan a historias de pasión que tienen más de imaginario que de real, otras me conducen a la cruda realidad de mi soledad y nada más. Y es cuando llego al último piso que dudo si quiero pasar, por mucho que mi fiel amiga encapuchada me espere fuera con esa sonrisa endemoniada que me hace tiritar.

Cruzo la puerta con aires de decisión y valentía, aunque qué absurdo si ella puede verlo todo con sus ojos del tiempo. Siempre es cordial en sus formas, pregunta por mis hazañas desde nuestro último encuentro aunque las conozca mejor que yo misma, halaga algún punto de mi desmejorado aspecto y se dispone a darme el golpe final, arrojando a alguno de mis miedos contra mi para que la falta de sueño se apodere de mi.
Pero esta noche es especial, es diferente. Esta noche ha traído con ella a un viejo amigo al que no sé si me alegro de ver, al que no sé si aún guardo rencor. Y me arroja al peor miedo de todos, aun sabiendo que después de tanto tiempo he adoptado esas flores como mis predilectas.

"Eres como las camelias, tus ojos y tu corazón son los más puros que he visto jamás", me dijo esa sombra que parecía conocerme bien.

Y sin más, caigo al vacío de las bellas flores con la oscuridad más absoluta. Será mejor que me acostumbre, voy a pasar aquí mucho más tiempo del que jamás reconoceré.

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