Sesión IX: De la tormenta en la balanza

Me he quedado dormida pensando en ti, en tus brazos rodeándome y tu voz susurrándome al oído. Eres como una extraña obsesión que va aquí y allá por mi mente como si fuera imposible evitarte, como si, aunque no lo recordara, pudiera volver a sentir tus labios o, con suerte, tu aroma.
Todo lo impregnas en estos días de verano tardío, en los que deseo un giro inesperado del destino o de un golpe de suerte sin más. Cuando todo lo llenas, todo lo invades, haces irse a todo lo demás: todos los miedos, todos los temores, todo el dolor se difumina, como las notas que se suceden en el piano.
He sido increíblemente paciente con ello, aún cuando me come por dentro la desdicha de que estés lejos, inalcanzable, y a un paso a la vez. Te amparas en la lejanía y en una promesa que sé absurda. Y mientras te pienso se me pasa la vida, queriendo sentirme a salvo o correr o poco de riesgo, o todo a la vez. Mientras te pienso, crece un deseo que sólo tú y yo sabemos que existe, que alimentamos poco a poco, que dejamos correr libremente y al que cortamos las alas todas las noches pensando que quizás mañana.

Con todo ello, la balanza juega con mis ojos, con mis impresiones y me observa mientras barajo las opciones, tan claras por los eventos pasajeros, pero tan absurdas desde la lejanía. Ese juego también me lleva a la más profunda frustración, a pensar en ideas descabelladas que me lleven a una realidad alejada de la necesidad de bailar.
Y cuando juega la balanza, se abren los corazones, me hace sentir pequeña y me vuelvo insignificante, cualquier necesidad se vuelve absurda y aborrezco cualquier sensación que no me deje concentrarme en ti o desplazarte por completo de mi mente. Pero eres hijo del mar, y vuelves como las olas en la tempestad, traes la tormenta de nuevo.

A mis espaldas, además, oscura y absurdo se empeñan en, con nimiedades, poner a prueba mil y una veces al día mi paciencia, la cual creía infinita. Buscan las cosquillas ajenas con acciones irritantes y repetitivas, que colman el vaso una y otra vez, sin descanso, y el cual yo me empeño en beber antes de que se desborde.

Así, a mis ojos inocentes se les antoja la mejor de las soluciones correr a tus brazos, sin pausa, con la esperanza de que algún día llegue tu calma y me invada.

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