Sesión VIII: Jugar con fuego y la pena del intento

El jugar con fuego te hace fuerte, te alerta, te predispone para lo peor. Y uno juega con fuego porque el corazón se lo pide, porque hay algo que sabemos pendiente y no sabemos si de verdad debería ser así. Pero lo peor del mundo es jugar con fuego en la cabeza, porque uno imagina y se ilusiona, hace castillos de arena con ideas absurdas de un mudo paralelo a la par que se derrumba el que de verdad. Y esas ideas se recrean y se guardan, te esperan durante meses o años buscando el momento para asaltar tu duda, mover tus cimientos y hacerte plantear todas las cosas de tu vida presente, te obligan a tomar decisiones que cambian tu vida para bien o para mal.

Cuando jugamos con fuego es por algo, porque algo no va bien o no nos cuadra, porque necesitamos sentir una chispa nueva que nos lleve a las aventuras prometidas que nunca llegaron a producirse. Ojalá el fuego no quemara y jugaramos en él en mundos paralelos sólo por matar a ese maldito bicho llamado curiosidad.

Por otro lado, la pena de la incertidumbre es algo que mata lentamente, como un cáncer que se agarra a la suerte del decaído, intentando hacerse más fuerte comiéndoselo todo, aún sin saber que con la muerte del sujeto muere uno mismo. He muerto de despejar la incertidumbre tantas veces que ya he olvidado la primera. Y ahora me debato en la incertidumbre de las pérdidas, de un arrebato de pasión y otro de desgana, de sobrevivir al mañana con otra ilusión distinta o algo que me anime o me señale, por dicha, el camino a seguir, porque si me siento de algún modo, ese es el de perdida.

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