Sesión I: El monstruo

Hoy he comenzado mi terapia para controlar todos los miedos que me atacan desde hace tiempo y he creído que ya que mi forma de expresión son las historias, es la mejor manera (acompañada siempre de una buena música que me haga centrarme en la escritura) de desatar mis monstruos y mis inquietudes, porque supongo que me ayuda mucho más el hablar conmigo misma a través de esto que el intentar escribir en un papel que puedo acabar garabateando como siempre que me pongo nerviosa.

No sé donde me ve a  llevar esto y supongo qu eso es lo que me preocupa en un principio, no en exceso, pero si me inquieta. No llego a concebir un yo sin esa parte irritantemente perfeccionista y ansiosa que llevo conociendo desde que tengo memoria, que me angustia, que me aprieta y que se materializa en un monstruo más grande que yo misma pero que duerme en mi pecho (no me preguntes cómo, sólo sé que está ahí). Ese monstruo ahora se está poniendo las botas, porque se alimenta de mi miedo a perderme, de mi miedo a perder a esa persona que los demás ven como alguien que se preocupa por los demás, y es buena persona, y no molesta con estados de ánimo decaídos porque siempre hay una sonrisa y unas palabras de apoyo para quien se encunetra mal. Ese monstruo sabe que la incertidumbre me abruma y eso le gusta. Esa incertidumbre me preocupa más por si dejo de ser yo, y ya no gusto a la gente y se dan cuenta de que una capa de porcelana ocultaba cenizas, como en uno de esos jarrones que la gente usa para tener a sus muertos presentes en alguna parte absurda de su salón, como para martirizarse con ello.

La cosa es que he aprendido a querer a ese monstruo, porque había veces que sólo estabamos él y yo en la oscuridad, porque era lo más parecido que ha estado de tener una mascota física; y lo que primero era un fantasma que se asemejaba a la parca o a cualquier demonio de novela negra, luego fue tomando más el aspecto de un bichito peludo que yo quería con locura, porque era al único al que conseguía hablarle, pero que si me veía desprovista de protección, me atacaba sin piedad. Aprendí a convivir con ello y ahora intento con esto echarlo de mi ser, aunque es obvio que no puedo reducirlo a escombros en dos días. Tiene demasiadas cosas y se ha acomodado muy bien aqui dentro.

Sin duda, después del cambio, lo que más me aterroriza es la enfermedad, el largo período que me mantiene lejos de mi frenética actividad habitual, y que me desquicia a partes iguales por el dolor que me causa y porque me deja fuera de combate, como si fuera espectador externo y etéreo de mi propia ensoñación surrealista, como los cuadros de Dalí que tanto fondo me parecen tener en ocasiones. Y con la enfermedad viene la muerte, un pensamiento que revolotea sobre mi estado de ánimo como los cuervos de Poe sobre el vano de la puerta. Ahora entiendo los terrores de aquel hombre que sólo se veía asolado por miedos que, aunque estaban en su cabeza, para él se materializaban en cuervos negros y agoreros que no le dejaban ver la luz. Lo más absurdo es que no me da miedo la muerte en sí, no por el hecho de qué o quién habrá detrás de aquello, sino porque miro hacia atrás y creo que después de todo lo que me ha caído en la vida, por no sé qué baraja de cartas endiablada, me merezco un poco de calma y felicidad: disfrutar de mi familia y de con quien estoy, de quien me hace feliz y me hace sonreir, de las cosas cotidianas como dar un paseo o verme bien en un espejo. No quiero perderme eso ni mi futuro en muchos aspectos. Me da miedo no vivir lo que me gustaría vivir.
De vez en cuando un abrazo o un rato me dan tregua para no pensar en ello, pero después de este mes y poco, ese pensamiento y ese cuervo han dejado de revolotear para posarse en mi hombro y susurrármelo al oído, acentuando lenta y tortuosamente mi miedo irracional a morir de un momento a otro y dejar por hacer todas las cosas con las que sueño.


Y después de la muerte, anda el fracaso, que no es más que alguien que lleva conmigo mucho tiempo, porque sé que para mis adentros, aunque reconocerlo me cueste la misma vida, lo que otros han celebrado como un éxito o algo que he hecho bien, para mi ha sido una ofuscación por no haber llegado al 10 si tenía un 9'5 por ejemplo. No quería defraudar a nadie, desde pequeña, porque siempre he pensado que haber sido una niña gordita en mi infancia y haberlo pasado mal había sido una molestia para todo aquel que estaba a mi alrededor, y bastante tuvieron con aguantarme entonces como para tener que soportar fracaso tras fracaso de mi vida.
Me acuerdo que cuando me gradué en 4º de la E.S.O. mis primas y mi familia más cercana me regalaron una pulsera y unos pendientes, y yo no podía dejar de llorar porque creía que por fin se había acabado el acoso escolar, pero también porque no dejaba de repetirme que no me merecía que me hicieran aquel regalo porque yo había hecho sólo lo que tenía que hacer, que era no defraudar a nadie. Aquella vez es de las pocas que he llorado delante de la gente.

A eso último es a lo que voy a dedicar el rato que me queda, porque siempre me ha parecido tan importante, que al materializarlo quizás me parezca absurdo y cese mi automachaque personal por ello. Para mi es norma fundamental que NADIE, bajo ningún concepto, me vea mal animicamente. Eso para mi es molestar a los que tengo alrededor y, por ello, un nuevo fracaso que me harto de rumiar más tarde a veces sin ni siquiera ser consciente de ello. De vez en cuando, más a menudo de lo que me gustaría y sobre todo en este mes, me he sorprendido con ganas de empezar a llorar y no parar, y siempre me daba razonamientos similares para posponerlo: "no deben verte llorar, les harás daño, harán preguntas." "No puedes permitirte llorar, las personas fuertes no lloran." y un largo etcétera de sinsentidos similares que para mi son como normas de vida. Hay que demostrar que se es fuerte ante todo, no importa como estés por dentro si los demás no pueden verlo. Es obvio que no siempre puedo posponerlo y de vez en cuando, cuanto más sola mejor, echo mi rato de llanto cuando todo parece que me ahoga y me sobrepasa, pero siempre intentando que sea lo más breve posible, tragarme el dolor o el miedo rápido, porque no puedo permitirme el perder el tiempo en estar triste o en hacer algo que se refiere a mi persona y no a mis obligaciones o a los demás. Porque en la lista de prioridades, por muchas cosas que haya, jamás me pondría yo delante: los demás son a los que debo dedicarme, hacerles felices si puedo...y yo voy detrás.
Supongo que por eso siempre he querido tener una mascota, un perro al que acariciar cuando las cosas me vinieran grandes, que me hiciera compañía sin preguntar, que pudiera llorar delante de él sin que se cabreara por no saber que me pasaba, solo que se sentara a mi lado y me dejara acariciarle. Siempre he echado eso de menos, y supongo también que esa sea la causa de que a veces cuando veo un peluche soy como una niña pequeña, porque aunque no me vaya a dar cariño, puedo abrazarme a esa cosa suave y dejar correr el mundo.

Creo que hoy ha sido un día que me ha hecho ver muchas cosas, que me ha hecho recapitular y darme cuenta sin que nadie tenga que decírmelo, el por qué estoy mal y he llegado a este punto de impasse. Mañana será otro día.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Perder lo imperdible

Poema VII. Sobre la momentaneidad de los tiempos

Al silencio