Mirar.

Miré la hojarasca como quien mira a sus antepasados con los cristales del tiempo lejano, y pensé que los albores se hacían sombras, y las sombras se tornaban en albores, albores lúgubres que algún día me reprocharía cada mañana con mi reflejo inquisidor delante.
Miré también las colinas, los valles y los montes, y me recordaron a mi cuerpo y a sus entrañas, a las manos que por él paseaban, a las formas que la naturaleza delineó a semejanza de algo ajeno y vinculado por raro que suene.
Miré en mis sombras, en mis sueños, en los más profundos deseos. Y encontré el dolor y la sangre que corrían como la pólvora por el motín del bandido armado. Encontré en un vistazo un miedo atroz a lo que conocía y un monstruo en aquello por conocer.
Y entonces miré a mi vida, a ella misma materializada en un cuerpo humano que parecía darme el aliento y quitármelo a la vez, y descubrí que no son rosas las rosas de cerca, ni fresco el viento a lo lejos.

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